miércoles, 31 de agosto de 2011

Abominable.

Siempre que la miro exclamo: ¡Pobre de ella! Qué ilusa, qué inocente, qué ingenua. El modo en que cayó en tu tela de araña no fue tan distinto como la caída de las otras. Oh, sí, las otras. ¿Acaso recuerdas el número? ¿Diez, veinte, quizás treinta? Cuantas más mejor, cuanta más atención recibieras más vivo te sentirías. Y es que por eso necesitabas a tantas, para sentirte querido, para sentirte importante. No recibiste el cuidado que deseabas que tus padres te dieran y por eso acabaste así. Mintiendo. Mintiendo. Y mintiendo. Las palabras bonitas que salían de tu boca eran solo patrañas ensayadas. Ellas deseaban oírlo, incluso cuando se daban cuenta de que era un puro engaño. Necesidad, obligación, deseo. Y cuanto ellas se alejaban de ti, cansadas de tus calumnias, no te resignabas, ¡luchabas! Nunca con fuerza, pero sí con palabras. Amenazabas, subías la voz y bajabas su autoestima con un chasquido de dedos. Luego, con un leve susurro, rogabas perdón, pero siempre culpándolas a ellas. ¡Si no se les hubiera pasado por la cabeza alejarse de ti esto no habría pasado! Si es que ellas eran un puro desastre. Querían pasar el tiempo con sus amigos, ¿para qué estando tú? Tú, su vida, su amor, su pareja. Y luego hablaban de su familia, esa que tú nunca habías tenido. La envidia te reconcomía, te destrozaba, no querías tanta alegría para ellas. No se la merecían. Lejos, ellas tenían que estar lejos de sus familiares. Al intentar separarlas de su entorno, al conocer tu verdadero yo, ellas te cogían asco, aversión, repulsión… Odio. Abrían los ojos y te veían como eras, un monstruo que deseaba destrozarlas, las deseabas para ti mismo. Pero es que ellas, hasta aborreciéndote te ansiaban, te amaban, te suspiraban, te anhelaban. Tú, con tu sonrisa torcida las traías locas a todas, las envolvías con tu dulce mirada, sensuales caricias y pasional sexo. Pero todo tiene un límite y ellas resultaron no ser tan manejables como pensabas. Se rebelaron. Y tú las volviste a amenazar, las gritabas y volvías a bajar su autoestima a gruñidos. Tus palabras eran puñales en sus almas. Heridas que sangraban, que derramaban lágrimas de ansiedad, dolor y pánico. Alguien tan importante para sus vidas no podía desaparecer de la noche a la mañana. Las llamabas, las buscabas, las acorralabas. Intentaban mantener el tono firme al hablarte pero eras su debilidad, y te aprovechabas de ello. ¡Cómo te gustaba! Un puro juego que estaba acabando con las ganas de vivir de algunas. Otras, sin embargo, más fuertes, solo deseaban vivir por el hecho de odiarte cada segundo de su vida. Que pésimo el hecho de que tuvieran que seguir pensando en ti. Tú. Asqueroso. Mentiroso. Detestable. No te mereces, ni te merecerás jamás un solo recuerdo de ellas. Desaparece de sus vidas, para siempre. Destrózate a ti mismo e ignóralas. Déjalas ser felices. Déjalas olvidarte. Déjalas vivir. 

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